Cualquier lector atento será
capaz de encontrar un déficit aparente en lo que estoy diciendo aquí: un olvido. ¿Que todo es
estético? ¿No existe hoy, acaso, un cierto retorno hacía lo ético? ¿No se produce una
creciente demanda colectiva de moralidad y transparencia en los asuntos
públicos frente a la expansión cancerígena
de la hipocresía, la falsedad y la mala fe, la corrupción, etc.? En efecto, en los asuntos que más le atañen la
opinión pública parece querer eliminar toda
doblez (hasta el mismo término “doblez” se resiste a definirse en el género: en
su acepción de falsedad acepta indistintamente el masculino y el femenino).
Pero el proceso de eliminarla ya es en sí mismo doble, y por eso mismo
engañoso. La ética resurge, emerge nuevamente, pero lo hace en el ámbito de la imagen
y gracias a su capitalización mediática, casi podría decirse metafísica. Porque
vuelve la normativa ética, resucita el recto proceder según una conciencia
moral, pero mediante su representación espectacular y fantasmagórica. No es la verdad
lo que resurge, sino el "juego de la verdad": en la pantalla
televisiva. No es la ética lo que vuelve, sino su preparación estética para
entretenimiento del telespectador.
De la transparencia moral perdida
-si alguna vez existió de otro modo que en la perspectiva de un particular y momentáneo
interés que supo hacerse pasar por colectivo
y duradero-, recuperamos hoy los gestos, las palabras. Es la actuación teatral que nos advierte de la fragilidad de
la naturaleza mediante la belleza del paisaje
- cuando el paisaje ya ha sido sustituido por un panorama de desechos. Es la actuación capaz de apropiarse del lenguaje,
de las palabras, que pueden pasar entonces
a ejercer una función de supersigno. Así, con sólo decir "libertad" y
"democracia" ya se expone la
armonía del buen gobierno, incluso en plena dictadura o en el seno de los
capitalismos más feroces y corruptos, atentos sólo al "principio de la rentabilidad a corto plazo".
También es la actuación que nos avisa de
la importancia de la vida como don y nos dice el interés de aumentar tanto su calidad como su cantidad (más y mejor vida).
Etcétera. Y esto, ¿no pasa siempre por
una trivialización publicitaria?
La panestetización no se opone a
la resurrección moral, más bien la asume
y la hace suya. No es en vano que Vicente Verdú se refiere a la ética como "modad".
Mediante los sondeos televisivos "de opinión", o los debates acerca del "buen
hacer" en todos los campos, ¿qué se pone ahora de relieve? Que la ética, aunque relacionable
con el buen hacer, importa sobre todo porque hoy parece de "buen
ver", gracias a lo cual crea expectación.
Es el halago estético de la mirada. Al confundirse en los media la sensación con el sensacionalismo, la estética experimenta una expansión trivializadora. Y viene a caer en su propia radicalidad más
ful. La ética, por su parte, contribuye a esa transformación al permitir el deslizamiento
de la conciencia responsable y el
sentimiento que acompaña a la bondad hacia el sentimentalismo, como su versión más teatralizada. De la
sensación al sensacionalismo, del sentimiento
al sentimentalismo, lo más importante de la realidad no es tanto su autenticidad cuanto la rentabilidad - ganar
audiencia, votos, clientes, adeptos, seguidores,
etc.- mediante el aprovechamiento de todo aquello que pueda haber en ella de paisajístico y panorámico, de visual.
La realidad cultural será tan
ética como se quiera, pero lo que en definitiva importa es su fotogenia.
En tanto que aparecen, son y se
mantienen en su particular vigencia de cosas para dar que ver, hay un principio de admirabilidad
en todas las cosas, pero se manifiesta engañando la visión, desviando la
mirada. La condición de admirable pertenecía tradicionalmente y sobre todo al
arte. Esto es cierto. Pero la misma admiración,
o acto subjetivo de admirar, puede
compararse ahora con el rumbo indireccional.
Es el deambular de quien anda por andar sin saber hacia dónde se dirige, es decir: falto de finalidad.
Admirable es lo que da que ver..., pero hacia otro lado u ocultando alguna otra cosa que no debe
ser vista detrás suyo. Es la direccionalidad
de la mirada que frente a lo que mira sabe a dónde ir, sabe dónde posarse.... aunque en el momento de hacerlo no
acierte nunca con su objeto, cuya característica
principal consiste en retirarse. La admiración debe haber pertenecido efectivamente al arte en tanto que
el obrar artístico resultaba siempre en alguna
cosa, era un modo de producción. Sus obras eran productos. Pero a partir del momento en que la productividad genera
sólo efectos de efectos, o efectos en
cascada, su auténtica función (si es que ha habido una función "auténtica" alguna vez por parte del
arte), y que consistiría en intensificar la visión reclamando la mirada; esta función, digo,
disminuye, se reduce recluida en la inmediatez
y la celeridad de un uso muy concreto. Es el uso que se desprende de un dar-que-ver
por parte de la pura movilidad sin objeto.
Según Arendt la obra de arte es
siempre voraz con respecto al mundo. Por eso resultaba antes permanente. Desde las vanguardias,
sin embargo, hemos podido ver que su
voracidad se manifiesta sólo consigo misma. Tan fugaz y espectacular como las máquinas autodestructivas
de Tinguely, construidas con desechos metálicos,
o los materiales efímeros de algunas obras escultóricas de Dubuffet, o la miga de pan de las figuras modeladas y
expuestas a la intemperie de E. Job, la obra
ya no tiene continuidad, no puede durar, y mucho menos permanecer, salvo el tiempo justo de obrar su efecto. Antes que
ser del mundo y pertenecerle, el arte viene
hoy a repatriarse en él después de una estancia larga e inconfesada en su reverso:
en lo inmundo o subterráneo. Por eso trae consigo la aureola de algo nauseabundo o inconfesable.
Estetizada y estetizante, la
discontinuidad cultural se encuentra ahora como una opción sensibilizadora, la intermitencia es
sorpresiva por su emoción. Y la discontinuidad
o la intermitencia son efecto de una ducción -es decir, de un desplazamiento indireccional, atélico- cuyo
movimiento se especializa en el para-nada
de las cosas, de los objetos, de las acciones. Aunque la ducción implique una orientación, una direccionalidad, siempre
será múltiple, supone caminos superpuestos, contradictorios, sin finalidad
alguna. Lo sorpresivo deja de ser el objetivo
inmediato que se abre acogiendo una mirada. No: el objeto es la sorpresa misma en la travesía continua de los flujos
sociales, en el corto-circuito de las vías, en el "a través"
transductor de todo aquello que para la cotidianidad puede haber de serial y por eso mismo de común.
Salabert S., Pere. Declives éticos. Apogeo estético. Medellín: Universidad
Nacional.
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