Ética y Derechos Humanos

INTRODUCCIÓN

Es indudable que los derechos humanos son uno de los más grandes inventos de nuestra civilización. Con esta afirmación quiero destacar varias cosas: en primer lugar, que el reconocimiento efectivo de los derechos humanos podría parangonarse al desarrollo de los modernos recursos tecnológicos aplicados, por ejemplo, a la medicina, a las comunicaciones o a los transportes en cuanto al profundo impacto que produce en el curso de la vida humana en una sociedad; en segundo término, que tales derechos son, en cierto sentido, “artificiales", o sea que son, como el avión o la computadora, producto del ingenio humano, por más que, como aquellos artefactos, ellos dependan de ciertos hechos "naturales"; en tercer lugar, que, al contrario de lo que generalmente se piensa, la circunstancia de que los derechos humanos consistan en instrumentos creados por el hombre no es incompatible con su trascendencia para la vida social.
Esta importancia de los derechos humanos está dada, como es evidente, por el hecho de que ellos constituyen una herramienta imprescindible para evitar un tipo de catástrofe que con frecuencia amenaza a la vida humana. Sabemos, aunque preferimos no recordarlo todo el tiempo, que nuestra vida está permanentemente acechada por infortunios que pueden aniquilar nuestros planes más firmes, nuestras aspiraciones de mayor aliento, el objeto de nuestros afectos más profundos. No por ser obvio deja de ser motivo de perplejidad el hecho de que este carácter trágico de la condición humana esté dado, además de por la fragilidad de nuestra constitución biológica y por la inestabilidad de nuestro entorno ecológico, por obra de nosotros mismos. Para un observador externo debe ser realmente patético el espectáculo de estos pobres seres cuya conciencia se prolonga por apenas unas décadas y cuyos penosos intentos de dar sentido a su vida durante ese breve lapso se ven muchas veces frustrados por interferencias mutuas. Estas colisiones se producen no sólo por la escasez de recursos externos para satisfacer intereses sino también por la práctica de muchos de utilizar a sus congéneres como otro tipo de recursos, sea para asegurar su propio bienestar, sea para materializar alguna visión peculiar del bien absoluto. Esta práctica de usar a los hombres como instrumentos es, por supuesto, mucho más desastrosa cuando, como suele suceder, es llevada a cabo por los poderosos, por quienes tienen acceso a las armas o a otros medios para someter a sus semejantes en gran escala.
El antídoto que han inventado los hombres para neutralizar esta fuente de desgracias es precisamente la idea de los derechos humanos. No obstante antecedentes tan remotos como los fueros españoles, las cartas inglesas, las declaraciones norteamericanas, etc., es con la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 que se hace completamente explícito que la mera voluntad de los fuertes no es una justificación última de acciones que comprometen intereses vitales de los individuos, y que la sola cualidad de ser un hombre constituye un título suficiente para gozar de ciertos bienes que son indispensables para que cada uno elija su propio destino con independencia del arbitrio de otros. Todavía resulta impresionante la sentencia del prólogo de la Declaración de la Asamblea francesa que dice que "la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos".
A partir de allí el reconocimiento de los derechos humanos se fue expandiendo a través de las constituciones de prácticamente todos los Estados nacionales y de normas internacionales como la Declaración universal de derechos humanos, sancionada por las Naciones Unidas en 1948, y los pactos subsiguientes, propiciados por el mismo organismo, sobre derechos civiles y políticos y sobre derechos económicos, sociales y culturales.
Esta expansión del reconocimiento jurídico de los derechos humanos no ha impedido, sin embargo, que este siglo presenciara genocidios sin precedentes, purgas siniestras, masacres y persecuciones crueles, intervenciones sangrientas de grandes potencias en la vida de otros pueblos, hambrunas, enfermedades evitables y analfabetismo en las regiones postergadas del mundo, la amenaza permanente de un estallido nuclear.
Estos hechos terribles no deben oscurecer los lentos e inseguros avances que se han hecho en esta materia, principalmente después de la segunda guerra mundial: la esclavitud prácticamente ha desaparecido en el mundo; el proceso de  descolonización, aun cuando no es completo, ha progresado sustancialmente; cada vez hay más países en los que rige, a veces con retrocesos temporarios, el estado de derecho; se han establecido tribunales internacionales para juzgar denuncias por violaciones de derechos humanos; la conciencia de la gente está más alerta acerca de las aberraciones que se producen aun más allá de las fronteras de sus respectivos países. Sin embargo, no es posible eludir la pregunta de por qué estos avances no son más rápidos, firmes y generales.
Uno de los factores que tal vez contribuyen a que no se progrese tanto como es deseable en la promoción de los derechos del hombre es la creencia de que ella está asegurada cuándo se alcanza un reconocimiento jurídico de los derechos en cuestión. Ese reconocimiento es obviamente importante, puesto que permite neutralizar algunas clases de violaciones: las que provienen de particulares o de funcionarios aislados del aparato estatal. Pero ésta es la modalidad más benigna de desconocimiento de los derechos, la modalidad que se combate con relativa eficacia a través de leyes penales operativas, jueces diligentes y una policía más o menos eficiente. La forma más perversa y brutal de ese desconocimiento es la que o bien involucra al núcleo mismo de la maquinaria que concentra el monopolio de la coacción o supone la injerencia de potencias extranjeras. Frente a este tipo de lesiones a los derechos es prácticamente vana su homologación por el derecho positivo, ya que las normas respectivas pierden vigencia con la misma violación generalizada e impune y son generalmente reemplazadas por otras que amparan jurídicamente tales lesiones.
La percepción de esta limitación de la estrategia de hacer efectivos los derechos humanos a través de cada orden jurídico nacional ha hecho que cada vez más se concentre la acción en esta materia en la celebración de convenios internacionales que definan los derechos, establezcan sanciones externas para su violación, organicen tribunales regionales para juzgar esa violación, prevean procedimientos de fiscalización, etcétera. Es claro que éste es otro paso decisivo hacia la vigencia de los derechos individuales básicos, ya que implica aislarlos relativamente de las contingencias políticas internas de cada país. Sin embargo, la necesaria incorporación de los derechos humanos al orden jurídico internacional tiene dos limitaciones. Una está dada por el hecho de que las divergencias ideológicas entre los poderes gobernantes en diferentes naciones hace que esa incorporación se concrete en el nivel del mínimo común denominador, dejando de lado los derechos que son motivo de divergencia. La otra, más grave, es que la concepción todavía vigente de la soberanía de los Estados impone restricciones severas a la obligatoriedad de los compromisos asumidos y a la injerencia de órganos externos para investigar y castigar violaciones de derechos.
Estas limitaciones del reconocimiento de los derechos del hombre a través del orden jurídico nacional y del internacional hace que, además de ese imprescindible e imperioso reconocimiento, deba apuntarse a un plano todavía más profundo: la formación de una conciencia moral de la humanidad acerca del valor de estos derechos y de la aberración inherente a toda acción dirigida a desconocerlos. Es esta conciencia, una vez que arraigue firmemente y se generalice, lo que puede constituir el freno más perdurable y eficaz contra la acción de los enemigos de la dignidad humana.
Esto se conecta con otro factor que detiene el progreso de la vigencia de los derechos del hombre: podría ser cierto que detrás de los abusos a tales derechos haya crudos intereses que se ven frustrados por su observancia; pero, en todo caso esos intereses no se defienden abiertamente sino que se cubren de un disfraz ideológico; además es claro que en muchas ocasiones el ataque a los derechos proviene de defensores sinceros de ideologías adversas a ellos. Por lo tanto, la difusión de ciertas ideologías, defendidas por interés o por convicción, es una de las fuentes más importantes de actitudes de desprecio hacia los derechos del hombre. Ésta es otra razón para concentrarse en la generalización de una conciencia moral que inmunice contra concepciones ideológicas que conciben a los hombres como simples recursos.
La formación de una conciencia moral se logra o bien por propaganda o por discusión racional. El primer método puede ser más eficaz a corto plazo, pero, como la experiencia lo demuestra, es notablemente frágil, puesto que condiciona las mentes a un tipo de respuesta que bien puede adaptarse con relativa facilidad al estímulo opuesto. Por otra parte, la estrategia propagandística, cuando va más allá de la mera difusión de ideas, implica una actitud elitista, ya que se supone que quienes ejercen la propaganda no están convencidos por acción de esa misma propaganda sino por razones que no están al alcance de sus destinatarios, y esa actitud es pragmáticamente inconsistente con la defensa de los derechos que se procura hacer a través de la propaganda.
Afortunadamente la vigencia de la discusión racional es mucho más amplia que la de los derechos humanos. Aun los tiranos más desvergonzados se ven en la necesidad de dar alguna justificación de sus actos y ese intento de justificación, por burdo e hipócrita que sea, abre las puertas para la discusión esclarecedora.
A veces son los propios defensores de los derechos humanos los que rehúyen la discusión. Ellos asumen que es posible tomar partido por la consagración práctica de esos derechos sin encarar la engorrosa cuestión de las razones que fundamentan moralmente la necesidad de esa consagración. Pero esto es un error: esa toma de posición es de índole moral y si no se la justifica con razones queda inerme frente a la adopción de posiciones opuestas. Por otra parte, no se trata sólo de optar entre una posición que reconoce y otra que desconoce los derechos del hombre: se trata de determinar también cuáles son esos derechos que deben ser reconocidos y qué alcance debe asignárseles, cosa que no puede zanjarse de otra forma que no sea a través de la discusión racional en el plano de la filosofía moral.
La renuencia a encarar esa discusión está muchas veces determinada por una u otra de dos posiciones en apariencia opuestas pero con resultados equivalentes, posiciones que son defendidas por muchos filósofos morales y que están arraigadas en la mentalidad de muchos legos: por un lado, el dogmatismo ético, según el cual hay verdades morales autoevidentes o que se adquieren por un acto de fe o por una intuición no corroborable intersubjetivamente, lo que hace, en cualquier caso, superfluo el ofrecer razones en apoyo de tales creencias; por el otro lado, el escepticismo ético, para el que es imposible dar razones en defensa de una concepción moral como la que legitima los derechos del hombre, puesto que la adopción de ese tipo de concepciones está determinada por decisiones o emociones que no están controladas por criterios de racionalidad. Creo que la difusión de estas posiciones metaéticas, que suelen alimentarse recíprocamente, en un proceso de acción y reacción, es uno de los obstáculos más profundos para la formación de una conciencia moral esclarecida que sirva de último baluarte contra los asaltos a la dignidad del hombre.
Esto justifica que diga que este libro tiene un objetivo esencialmente práctico: se trata de contribuir a la vigencia de los derechos del hombre a través de la discusión teórica de ideas que les son adversas. En la primera parte, dedicada a cuestiones de metaética, luego de ubicar a los derechos humanos en cierta geografía conceptual, ensayo una explicación de la naturaleza de la moral que descalifica igualmente tanto al dogmatismo como al escepticismo ético y que muestra a la moral y, por lo tanto, a las instituciones que de ella derivan -como los derechos humanos- como una creación humana que no es de ningún modo arbitraria sino que está condicionada por sus funciones sociales distintivas y por los presupuestos conceptuales a través de los cuales la identificamos. La segunda parte, destinada a ciertos principios básicos de moralidad social, intenta mostrar que de la naturaleza de la moral derivan ciertas exigencias sustantivas (que se las asocia con el liberalismo, en un sentido de la expresión que de ningún modo, como se ve a lo largo del libro, involucra una posición acerca del sistema económico preferible); estas exigencias resultan de descalificar tres concepciones inherentes al pensamiento totalitario -el holismo, el perfeccionismo y el determinismo normativo- y de su combinación emergen los derechos individuales básicos. En la tercera parte, dedicada a instituciones, se trata de vislumbrar un diseño social que corresponde a los principios expuestos en la parte precedente, lo que supone definir el alcance de los derechos y sus implicaciones respecto del sistema del gobierno apropiado, de los límites de la interferencia estatal en las acciones de los hombres y del uso legítimo de la coacción por parte del Estado.
Permanentemente me preocupo a lo largo del libro por enfatizar el carácter exploratorio que tiene la argumentación que desarrollo. Si bien la filosofía analítica ha hecho en los últimos años notables progresos en el área moral y política -que había quedado antes un tanto rezagada frente a otras áreas filosóficas-, esos progresos implican avanzar a tientas en un territorio inseguro e ignoto, al que sólo habían accedido previamente, salvo por algunos precursores lejanos, filósofos que estaban munidos de armamento teórico sustancialmente diferente. El no seguir atentamente los pasos de estos pensadores de distinta orientación filosófica no se debe a una absurda desvalorización de su obra, en muchos casos de importancia fundamental, sino al hecho de que un diferente equipamiento metodológico obliga a abrir brechas independientes de las transitadas por ellos, aunque sean seguramente paralelas y a veces coincidentes.

NINO, Carlos S. Ética y Derechos Humanos. Ed. Ariel

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